Por: Gregory Bardales Pereyra
Sociólogo
gregorybardales@gmail.com
“Los Simpson, la película” nos regala una escena muy ilustrativa, a propósito de la tolerancia “democrática”: “Green Day”, la famosa banda de rock, toca sobre una balsa cerca de la orilla de un lago, mientras la multitud goza del concierto, apostada en la playa; de pronto, el vocalista del grupo detiene por un momento el concierto para hablar sobre la importancia de la ecología, causando el enardecimiento de la multitud, que arremete contra los músicos, abucheándolos y aventándoles piedras. Indignada, Lisa Simpson, trata inútilmente de hacer entrar en razón a la gente y les grita algo así como: “¡Oigan, no se dan cuenta de lo vital que es para nuestra especie discutir este tema!”. Mientras tanto, Moe, el cantinero, permanece en su asiento, meditando sobre qué hacer; luego, mira a Lisa, vuelve a mirar a la multitud, y termina exclamando: “¡Yo pienso distinto!”, se levanta, coge una piedra y la lanza contra el escenario.
Nos han enseñado que lo más democrático que puede existir es tolerar la decisión de la mayoría; pero, ¿será que, a estas alturas del cambio climático, podemos darnos el lujo de tolerar “democráticamente” la presión política de sectores indiferentes al tema medioambiental o abiertamente antiecológicos, sólo porque cuentan con el respaldo mayoritario de la población? Y qué tal si un partido político ampliamente tolerante con la violación de los derechos humanos se encarama en las encuestas hasta una posición auspiciosa, ¿deberíamos tolerar su presencia en el escenario político, dar tribuna a sus dirigentes, sólo porque ostenta un porcentaje robusto del electorado? Y qué tal si su candidato resulta elegido “democráticamente”, ¿tendríamos que aceptar resignados tal suerte?
Nos han enseñado que tolerar al que piensa distinto es un uso básico de la democracia; respetar la opinión del otro, aunque no nos guste; pero, ¿cuáles son los límites de esta tolerancia? Me pregunto: ¿En qué momento se vuelve absolutamente necesario ser intolerantes?
Después de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes realizaron un mea culpa con el mundo por el Holocausto, proscribiendo para siempre al partido nazi de la vida política. Alemania demostraba de esta forma que nunca más toleraría que se repitiera aquella tragedia. Cosa muy distinta ocurrió en Italia, donde jamás se realizó un acto público de arrepentimiento como nación por la barbarie del fascismo italiano; no sorprende que ahora tengan que sufrir a Silvio Berlusconi, una suerte de encarnación bizarra de Mussolini.
Es triste constatar que el fujimorismo aún no haya realizado ningún mea culpa ante la nación con respecto al genocidio de poblaciones quechuahablantes que resultó de la guerra indiscriminada que desató Alberto Fujimori contra Sendero Luminoso y el MRTA; lejos de ello, sus más conspicuos voceros (Martha Chávez, por ejemplo), insisten en justificar las decisiones extremas que se tomaron en aquel entonces, seguramente respaldada por un importante sector de la población que guarda gratos recuerdos de Fujimori como el campeón de la guerra contra el terrorismo.
Parece no importar mucho que la era fujimorista, de casi 11 años en el poder, haya desembocado en el encarcelamiento de buena parte de su cúpula, incluyendo al propio presidente de la República; pese a ello, el fujimorismo se va consolidando en el primer lugar de las preferencias electorales, con la congresista más votada del último congreso como candidata presidencial (quien fuera la primera dama de la nación durante el escandaloso epílogo del régimen fujimontesinista).
El fujimorismo tampoco ha hecho ningún mea culpa, en cuanto al golpe de Estado que perpetró su líder máximo, el ingeniero Alberto Fujimori, el 5 de abril de 1992. Es cierto que la candidata presidencial de Fuerza 2011, Keiko Fujimori, ha dicho que en el hipotético caso de resultar elegida como presidenta del Perú, de ninguna manera daría un golpe de Estado semejante al que diera su padre; no obstante, justifica plenamente la decisión extrema tomada en aquel entonces, en virtud de las circunstancias políticas extremas que, supuestamente, no dejaban otra opción; además, argumenta la candidata, el 85% de los peruanos estuvo a favor de tal medida. No sorprende que sea esta misma candidata la única que haya propuesto una reforma constitucional que instaure la pena de muerte para los violadores de niños, en sintonía con el clamor de un porcentaje significativamente alto de peruanos que respaldan esta drástica medida; vox populi, vox Dei, parece ser la consigna “democrática” del fujimorismo.
Hegel pensaba que los grandes hechos de la historia tendían a repetirse dos veces, Marx ratifica esta idea: “los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen dos veces”, pero, agrega: “la primera vez como tragedia y la segunda vez como farsa”. En efecto, en “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, Marx retrata los sucesos que vivió Francia entre 1847 y 1851. El sobrino de Napoleón llega al poder con el apoyo del campesinado, que creía ver en Luis Bonaparte una especie de Napoleón redivivo. Los campesinos, quienes conformaban la clase social más numerosa, dieron su apoyo a Luis Bonaparte por estar fascinados con la leyenda de Napoleón, embelesados con una figura que se presentaba como salvador al portar el atuendo de su antiguo héroe. Allá el sobrino encarnaba la leyenda del tío, aquí la hija encarna la leyenda del padre. Parafraseando a Santayana, diremos que un pueblo que no aprende de su historia está condenado a repetirla; pero, cuando la repite, siempre es gracias a una farsa; esperemos que la farsa de la redención fujimorista no repita la tragedia de los noventas.
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